Siempre tenemos un cajón donde guardamos silencio, una cómoda de los secretos, el tocador para cada punto débil, un armario del que salir y una razón en la que entrar.
También tenemos una habitación del miedo que perdimos, un ropero para llenar las maletas que un día pensamos hacer, la cocina donde está lo que se cuece, un baño donde siempre nos mojamos y una piscina para tirarnos cuando somos valientes.
Tenemos una reja que saltar, un pozo para contemplar la luna, un balcón por si Romeo, la cuna que nos mece a veces, el baúl que nos recuerda los recuerdos y un porche por si la lluvia.
Una fachada que abriga muros, la leña que nos cuece o cura, el biombo de lo que hay detrás y el motor de llevárnoslo todo por delante.
La biblioteca de lo que imaginamos y el estudio de lo que haríamos, la escalera de tocar cielo e infiernos y un salero lleno de mar.
Y un patio donde recrearnos y creernos, el de las luces y las sombras, el cuarto de trastear y la ropa tendida en el lavadero junto a la puerta de entrada a nuestro pequeño gran mundo.
María vuelve de la escuela. La enseñanza ya no es lo que era. Los niños son cada vez menos niños y más recipientes de egoísmo, desencanto y resignación.
Cruza la aldea, hace la compra: más cosas. Solo cosas.
Anda con las nubes. No hay prisa cuando el tiempo es amigo.
Llega a casa, junto a la arena, al lado del mar y contempla un cielo de un color canela como los troncos de las sequoyas: coloso, bello, atrayente y tranquilizador.
¿Qué haría sin la Naturaleza?.
A lo lejos, la saluda Héctor. Vive en el faro y es tan majestuosamente sencillo, único y acogedor como su casa.
Él le ha enseñado el lenguaje del océano, la fe en el horizonte y el secreto de los libros.
¡Qué suerte haberse trasladado a esa preciosa esquina del mundo donde la Tierra es de porcelana y el universo está lleno de paz, amistad y arte!